domingo, 13 de abril de 2008

Santa María de los Inviernos.

María tiene ya tantos años que no sabe cuándo nació. Viste de gris, aunque destella en su disfraz algún adorno colorido, como rompiendo circunstancialmente con un nostálgica monotonía. Tiene ojos verdes que respiran por todos los que la tratan a diario.
Él tiene nombre, pero eso no importa. Sólo está aquí para complementar una obra de arte que nadie creó pero todos contemplamos (con gusto o desdén, pero la contemplamos).
Es una pareja que roza la perfección de lo estético, aunque su amor sólo dure unos meses, porque el año es largo y él viaja inexorablemente por todo el globo. Y realmente es conveniente para ambos, porque se sabe que estos amores de estación no perduran sin paréntesis.
Si bien tienen una relación intensa, lo mágico es como se preparan mutuamente para ese frenético encuentro que tácitamente acuerdan con una sincronización asombrosa: ella se desnuda suavemente en la víspera mientras los vientos anuncian su llegada, y él cae como una lluvia impredecible en el momento exacto de la total distracción.
Todos se hacen eco de su amor: algunos lo bendicen y otros lo desprecian, pero la indiferencia no existe.
Y ella, espléndida, lo cobija entre su piel, se tiñe de él, y no deja casi espacio de sí misma sin mostrar un poco de quien tanto la potencia.
Y él se duerme en ella, la cubre como un manto inseparable.
Son, sencillamente, uno para la otra, y viceversa.
En su apogeo inspirarán a mil poetas, descoserán las heridas de los sensibles y eternizarán otros amores que, reflejo de ellos, eligen este momento para sembrar sus corazones en la fertilidad de los latidos.
Y luego, él se irá, y ella quedará sentada en un umbral, esperando, floreciendo para su amor, que invariablemente llegará, una, y otra, y otra vez.